El Kafiristán era como llamaban los colonialistas europeos en el siglo XIX a los territorios que quedaban al noroeste del Imperio Británico en la India, más allá del mítico Paso de Jaiber. Las enciclopedias nos dicen que ese lugar pertenece, actualmente, al espacio fronterizo entre Afganistán y Pakistán. ¿Les suena? El refugio de Osama bin Laden, los santuarios de Al Qaeda, los campos de entrenamiento donde han nacido los grandes atentados de este siglo, incluido el último de Bombay. Es el escenario de ‘El hombre que quiso ser rey’, adaptación teatral de Ignacio García May sobre un relato de Rudyard Kipling.
Kafiristán significa «el país de los que no tienen fe», en alusión al hecho de que sus habitantes no practicaban la religión musulmana. Fíjense sin embargo en que poco tiempo lo ha conquistado una de las versiones más horribles del Islam, la del Talibán, confirmando una vez más que la religión musulmana, por obra del islamismo, que es como un comunismo pero trascendente, ha entrado en un nuevo período imperialista que quiere que sea el definitivo para apoderarse del mundo.
Tenían, sin embargo, en esta enorme y desértica región su propia religión, un culto solar que se remontaba a los días de Iskander Kebir, también llamado Iskander Bozorg, ese personaje que nosotros conocemos como Alejandro Magno. Todavía hoy los kalash, descendientes de aquellos kafiris, son rubios y de piel clara y aseguran descender de los guerreros macedonios que protagonizaron una de las conquistas más asombrosas de la historia, junto a la española en América.
Casi todo el mundo conoce una película de John Huston llamada ‘The man who would be king’. Son menos los que han leído el magnífico relato de Kipling en el que está basada. Y menos aún quienes saben que el Premio Nobel británico basó los personajes de su historia en uno real: Josiah Harlan, norteamericano, cuáquero, masón, que, a mediados del siglo XIX, se adentró en Afganistán con el propósito de hacerse con su propio imperio y que, de hecho, alcanzó el título de Príncipe de Ghor, recóndito territorio situado en las cumbres del Hindu
Kush.
A aquel país de los que no tenían fe y ahora la tienen bien impuesta, al parecer los pastún actuales, llegarían en el relato nada políticamente correcto de Kipling, dos desertores británicos, Danny Dravot y Peachey Carnehan, guiados por su ideal masónica, su fe en la riqueza y su convicción de que, al final del camino, encontrarían el tesoro perdido de Iskander. Encontraron, además, algo mucho más valioso, algo que Aleister Crowley, contemporáneo infame y fascinante de Kipling, definiría más tarde cuando escribió en El Libro de la Ley: «todo hombre, toda mujer, es una estrella». Danny y Peachey, deshechos del Imperio, escoria de Occidente, descubrieron en el camino a Kafiristán que todos podemos ser reyes de nuestro propio destino. Pero bien es verdad que por poco tiempo. Danny sería despeñado y Peachey sobreviviría milagrosamente a su crucifixión para contárnoslo.
La acción comienza en una tienda de productos típicos para turistas en cualquier zoco de la inmensa india : un microcosmos donde se dispone de todos los pequeños objetos necesarios para contar la peripecia. En escena hay dos actores y dos acompañantes que hacen música, llenan la escena, interpretan mil recursos y son tan importantes o más que los protagonistas.
El espectáculo remite a la esencialidad del ru´hozi, el teatro tradicional persa, aunque sin renunciar a la mirada occidental. Porque esta es la historia de dos europeos que se adentran en un Oriente recóndito con todos sus prejuicios y sus ilusiones; sus comentarios son a veces, desde la perspectiva de la corrección política contemporánea, racistas, sexistas y notablemente agresivos. ‘Si hubiéramos difuminado o eludido estas cosas, -dice el maduro y efectivo adaptador y director de la obra, Ignacio García May- habríamos traicionado el corazón de la historia. No queremos disimular, embellecer ni tampoco afear: nuestro deseo es mostrar cómo fue aquel mundo, cómo fueron aquellos personajes, y hasta que punto somos herederos, o no, de su experiencia. Mucho nos tememos que la civilización de hoy se ha quedado, tan sólo, con los impulsos más agresivos y despreciables de aquella gente, pero ignorando lo que de bueno pudo haber en sus gestas: el coraje, la audacia, la fascinación. En resumen: una cierta aspiración a la grandeza que acaso suene hoy melancólicamente anacrónica’. Si señor, tiene usted razón.
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http://blogs.periodistadigital.com/arte.php/2008/12/04/la-evanescente-conquista-de-todos-los-ka