Este es el título de un escrito del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, primero de una serie que recoge testimonios de su viaje a varias ciudades israelíes fronterizas con Gaza y el Líbano. Publicado en el diario El Mundo (edición de pago) el pasado viernes, un amable comentarista de la bitácora de Arcadi Espada ha tenido la gentileza de transcribirlo íntegro (comentario 87).
Bernard-Henri Lévy no es un halcón israelí, pese a lo inequívoco del título de su reportaje. Como él mismo aclara, Lévy «defiende desde siempre que el Estado hebreo ha de salir de los territorios ocupados, para conseguir, a cambio, la seguridad y la paz». Sin embargo, prácticamente desde el inicio de su anotación, hace una certera y concisa descripción del paisaje de la batalla:
Siria entre bambalinas. El Irán de Ahmadineyad en el timón de mando. A través de Hizbulá que, como todo el mundo sabe, es un pequeño Irán, o un pequeño tirano, que no dudó en tomar como rehén al Líbano. Y, al fondo del decorado, ese fascismo de rostro islamista, ese tercer fascismo del que todo indica que es, a nuestra generación, lo que fueron el otro fascismo y, después, el totalitarismo comunista, a la de nuestros mayores.
En la localidad de Sderot, Lévy se lamenta de la verdadera «desproporción» de esta guerra, la desproporción informativa:
Las informaciones que nos llegan del Líbano son tan horribles, la sola idea de las víctimas civiles libanesas es tan insoportable para la conciencia y para el corazón, la insistencia de los medios en encuadrar y pasar una y otra vez la imagen de los barrios del sur de Beirut bombardeados es tan habitual que se hace difícil, lo sé, imaginar que una ciudad israelí pueda ser también una ciudad mártir. Y, sin embargo, sus calles están vacías.
Sus casas, destripadas por los obuses. Una montaña de obuses, que se han almacenado en el patio de la comisaría central, y que cayeron las últimas semanas. Hoy mismo, una nueva lluvia de obuses se abatió sobre el centro de la ciudad y obligó a regresar a los refugios subterráneos a la poca población que intentaba aprovechar la brisa del verano.Y, piadosamente clavadas en una tela negra en la oficina del alcalde, Eli Moyal, las fotos de los 15 jóvenes, a veces niños, que murieron estos últimos tiempos bajo el fuego de los guerrilleros de Hamas. Esto no borra, evidentemente, aquello. Y no seré yo el que juegue al sucio deporte de la comparación de cadáveres.
¿Pero por qué lo que se le debe a unos, se les niega a los otros? ¿Por qué se habla tan poco de estas víctimas judías caídas después de que Israel haya abandonado Gaza?.
En Haifa, la ciudad israelí «preferida» por el filósofo, es descrita ahora como una «ciudad fantasma» por la amenaza islamista. En Bat Galim, barrio de Haifa, Lévy afronta «el problema». El problema no son los muertos, a los Israel «está acostumbrado», según le comunica Zivit Seri, una residente de Bat Galim:
El problema no es siquiera que se ataque aquí a objetivos militares, sino a blancos deliberadamente civiles. Eso también lo sabemos.No, el problema, el auténtico problema, es que estos bombardeos nos hacen ver lo que pasará un día, ya no muy lejano, en el que las mismas cabezas de los misiles tengan el doble de potencia.Primero, para apuntar todavía con mayor precisión y para alcanzar, por ejemplo, las instalaciones petroquímicas que ve usted allá, en el puerto. Y segundo, que estén equipadas con armas químicas que pueden sembrar una desolación tal, al lado de la cual Chernóbil y el 11-S juntos no serían más que un amable preludio.
Israel no entró en guerra porque hayan violado su frontera. No lanzó sus aviones sobre el sur del Líbano por el placer de castigar a un país que ha permitido a una milicia armada edificar su propio Estado dentro del Estado. Reaccionó con este vigor, porque la simultaneidad de los ataques contra sus ciudades y las declaraciones de Ahmadineyad llamando a borrar al propio Israel del mapa, la conjunción, por vez primera en la misma mano, de una voluntad claramente aniquiladora y de armas para ejecutarla, creaba una nueva situación.
Hay que entender a los israelíes cuando nos explican que no tenían otra alternativa. Hay que escuchar a Zivit Seri explicar, delante de un edificio reventado por un obús y cuyos trozos de cemento se balancean entre los hierros torcidos, que era casi medianoche en Israel.
Hay que escuchar también la tristeza del jeque Mohammad Charif Ouda, el jefe de la pequeña comunidad hamadi, cuya familia vive aquí desde hace seis generaciones y que me recibe en su casa, en los montes del barrio de Khababir, revestido con un shalwar kamiz [vestimenta utilizada en India y Bangladesh] y con un turbante paquistaní. Para este hombre, como para todos los habitantes de esta ciudad, el gran pecado de Hizbulá es, ciertamente, el atacar indiscriminadamente.
Matar a ciegas, judíos y árabes mezclados, como en la masacre del domingo pasado, en la estación central de Haifa, que dejó ocho muertos y veinte heridos.
El gran pecado de Hizbulá es hacer reinar un clima de terror y, por lo tanto, un clima de inquietud a cada instante, que, también, salvadas todas las distancias, me recuerda la manera que tenían los habitantes de Sarajevo de especular continuamente sobre el hecho de que no habían estado en el lugar en el que había explotado el obús por un pelo, por casualidad, por un cambio de programa de último minuto, por una cita que se había prolongado o que se había abreviado o que, milagrosamente, había cambiado de lugar.
La narración sigue con la visita a la Alta Galilea y San Juan de Acre, objetos de grandes bombardeos por parte de Hezballah. Y concluye con una reflexión obvia: los israelíes no están exentos de realizar barbaridades en el curso de la guerra -como los aliados en la Segunda Guerra Mundial o Estados Unidos en Irak- pero esta es una guerra que no buscaron:
Son auténticos obuses, verdaderos misiles. Hay que llamar por su nombre a esta guerra buscada, desencadenada y proseguida por esos presuntos resistentes de Hizbulá. Para que adquiera toda su dimensión fanática y, una vez más, gratuita. Porque la semántica, en Oriente Próximo, es más que nunca un asunto moral.
Los israelíes no son unos santos. Y, evidentemente, son capaces, en situación de guerra, de operaciones, manipulaciones y negaciones maquiavélicas. Y sin embargo, hay un signo que indica que esta guerra no la quisieron y que les cayó encima como una mala pasada del destino. Y ese signo es la elección, para el cargo de Ministro de Defensa, del antiguo militante de Paz Ahora, partidario desde siempre de la causa de la partición de la tierra con los palestinos, jefe de la central sindical Histadrouth y mucho mejor preparado, en principio, para hacer huelgas que para hacer la guerra: Amir Peretz.
«No he dormido en toda la noche -comenta, muy pálido, con los ojos enrojecidos, en la pequeña oficina donde me recibe a mí y al editorialista de Haaretz, Daniel Ben Simon, y que no se encuentra en el Ministerio, si no en la sede del Partido Laborista-.No dormí, porque pasé la noche escuchando las noticias de una unidad de nuestros chavales que cayeron, ayer al mediodía, en una emboscada en el sector libanés».
Al rato, un joven ayudante de campo, con aspecto, también él, de militante sindical, le tendió y, después recogió, un teléfono de campaña, a través del cual recibió, sin decir una palabra, con los ojos cerrados y su gran bigote temblando de emoción mal contenida, las noticias que estaba esperando ansioso. «Por favor, no lo difundan todavía, porque las familias todavía no se han enterado, pero tres de ellos están muertos y no tenemos noticias del cuarto. Es horrible».
Publicado en paralelo en El Blog de Manning.